Sunday, November 21, 2021

Canón del Antílope, Nación Navajo: “El lugar donde el agua corre entre las piedras"

Por Malamañosa 



Nadie viene a sentarnos en este diner. No me ofendo. Mi hambre, que es peligrosa, puede más que este cliché. Yo misma soy mi ruta. Atravieso el Wait to be seated y busco nuestra mesa en el amplio salón. Tomo posesión, deposito en ella mis pertenencias y una mujer absolutamente desenmascarada, se nos acerca. Ofrece traer café. Ella es cordial, pero aquí está pasando algo. Observo bien mi alrededor y me encuentro con este corredor de la blancura y la obesidad, solo mi cómplice y yo desentonamos, y no sólo por el color de piel, que eso ya viene siendo secundario. Somos los únicos seres con mascarilla, como recomienda el CDC en lugares públicos cerrados. 


II.

La cultura del pueblo Navajo se funda en su mitología sobre la creación. Diné Bahane, que en navajo significa historia de la gente, es una leyenda que cuenta cómo la tierra inició con el sagrado viento, “unas brumas de luz que ascendieron de la oscuridad para dar vida y propósito” a la inmensidad. Entonces aún no existía el ámbito físico de las personas pero sí el espiritual. Para los Navajo, hubo tres mundos menores antes del actual. El primer mundo lo habitaba “gente insecto”. Hasta el tercer mundo, los habitantes vivían un tiempo en paz pero luego comenzaban a luchar entre sí y se les expulsaba a un mundo nuevo. Ya en el cuarto mundo surgieron, de las espigas del maíz, la mujer y el hombre. Esta mitología de la creación es similar a la cristiana. Las civilizaciones originarias tenían cosmologías, adoraban a un creador omnipotente o espíritu maestro, creían en entidades sobrenaturales menores, incluídos los dioses malignos que repartían desastres, sufrimiento y muerte. También creían en la inmortalidad del alma humana y en el más allá




Lo nuevo de la gente progre estadounidense es detenerse al inicio de cada panel de Zoom, a reconocer y nombrar las tribus indígenas que habitaron el lugar donde ellas, ellos y elles se encuentran en ese momento. En mis días más salvajes, les he dicho que no tengo que remitirme a la época precolombina para reconocer mi situación colonizada, explotada, vulnerada. Les digo que soy Fulana de Tal, puertorriqueña de Puerto Rico, la colonia más antigua del mundo. Ustedes tienen que nombrar a sus tribus originarias para reconocer su ascendencia colonialista. Yo, con tan solo nombrarme, logro lo mismo. Recuerdo ‘Mi vida es mi danza del sol’, ese libro de Leonard Peltier, líder sioux, prisionero político, de los libros más queridos de mi biblioteca. Nuestra vida es una danza de la resistencia contra nuestra propia extinción. 

Pero no siempre voy salvaje por esos mundos de Zoom. Debo decir que las personas que luchan en Estados Unidos me enseñan mucho. Lo que sí es que hay algo que siempre me sienta raro en esa compulsión por la corrección política. Pero no es eso. Es algo más. Y es que la corrección política se nos queda corta. Cuando eres de un país sobreviviente de una historia interminable de violencia política, más que un signo de solidaridad e inclusión como se pretende, a veces la corrección tan solo acentúa todo lo espinoso que nos explota en la cara a diario sin nombrarse; aquello que existe y nos violenta y desposee a diario pero ni siquiera se menciona.    



Siempre me quiero ir, y en esa inquietud ansiosa, no me detengo lo suficiente a pensar hacia dónde voy. Pero vas. Haces tu plan, malabares incluidos, recorres miles de millas de distancia en avión, en auto. Atiendes los avisos de cautela. Mira que esa área del país está mala. Mira que tú cuando vas allá vas a sitios civilizados como Nueva York, como California. Mira que no has viajado para allá desde antes de la pandemia, y las cosas han cambiado mucho. Mira que aquí los supremacistas pusieron a Trump en la presidencia y andan armados, iracundos e impunes. Cuidado con tal lugar, no pernoctes allí, no es bueno. Mejor esto, aquí, lo otro. Ante la duda, busca ciudades más grandes, hoteles frecuentados, no lugares de paso. Atraviesas todo ese discurso, sumado ahora al odio contra la ciencia y contra las tímidas personas enmascaradas en ese país. 



Llegas a tu destino. La Nación Navajo está ahí dentro, como si le arrancaras una superficie muy fina de piel a Arizona. Atravesar dos mundos al mismo tiempo: en un lado, los dones y señoras blancas, perennemente desenmascarados, que nos atienden con obstinación en hoteles, diners, tiendas. En el otro, los puestos de joyeras y artesanos navajo al pie de la carretera, los mercados y puestos de comida, las casas aisladas, empobrecidas, la ausencia evidente de servicios básicos. 

El muchacho navajo, con su mascarilla, nos muestra el Cañón del Antílope, un paisaje natural insólito, caleidoscópico, desconcertante. Este lugar tiene que ser único en el mundo. En esta maravilla de cañón, pequeño, multicolor, “el lugar donde el agua corre entre las piedras”, él se toma el tiempo y el trabajo para revelarnos algo más que lo evidente, que ya de por sí es muchísimo. Nos muestra los detalles, cada formación extraordinaria y su leyenda, cada rincón expresivo, los lugares con la luz exacta, con el dibujo natural para la foto (“¿qué ves ahí?”, “mira ahí el león”, “fíjate que acá se forma un bisonte”, “no dejes de fotografiar el caballito de mar”). Nos lleva por las artes rupestres, por las historias y leyendas tremendas que se han forjado en este lugar desde hace poco menos de 200 millones de años. En el fondo, toda esta región de cañones y montañas rojas con capas de rocas y acantilados coloridos, es un registro espectacular de la historia de la Tierra, sus erosiones, sus tiempos. 

No debo irme sin hacerle un par de preguntas a este chico tan simpático y abierto. No puedo venir de tan lejos a quedarme con mis dudas, pienso. Así que, con ese temor perenne de ser demasiado cantaletera y arriesgar cada experiencia con un trasunto político, le pregunto por lo bajo, como quien no quiere la cosa. El joven, que ha estado muy animado y contento, me responde sin mayor drama, pero también cambia levemente de registro. Me dice que cada vez menos personas de su comunidad hablan navajo, que la juventud habla primordialmente inglés. Conversamos brevemente sobre cómo su nación ha logrado mantener el control de este lugar tan rico e insólito. Entramos en calor cuando ya su tour está por terminar, y tiene otras personas que atender pero culmina nuestro intercambio diciéndome: “Lo que aquí llaman reservaciones indígenas, realmente son campos de concentración”. 

Me reconozco en la naturalidad de su cambio de registro y el poco drama que asume, a pesar de la dureza de lo que acaba de decirme. Esa violencia es algo tan inherente que se lleva adentro, bajo una fina capa de piel que es fácil desprender. 

Se despide de nuestro grupo con su sonrisa y el gozo de quien ha revelado grandes secretos de un trayecto formidable que tal vez nunca volveremos a ver, pero que nunca tampoco podremos olvidar. 








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