Thursday, October 20, 2016

Despampanante



Por Malamañosa

Apenas se vislumbran luces desde la ventana del avión al arribar a La Habana. La electricidad no es símbolo de nada en esta ciudad. Y sin embargo, no hay más que adentrarse un poco en ella para empezar a evidenciar ese gran lugar común que gustan de compartir todas las revistas turísticas del mundo: “Aquí la vida palpita”.

Se ve en las calles encendidas, no de luces ni de automóviles, sino de gente. Gente que camina, gente que observa, gente que se besa y se toca y luego toma algo y espera una guagua o pide “botella” o juega el dominó en la cuadra o mira a los otros pasar, hacer.

Ese olor que defino como una mezcla de tabaco y salitre, te golpea desde que pones pie fuera del aeropuerto y ya no te abandona hasta que te vas. 

El malecón de La Habana es una de las grandes maravillas del mundo. Supone un ritual muy sencillo pero tan revolucionario: caminar a lo largo, dejarse mojar un poco por la espuma de las olas que rompen, observar el horizonte, inhalar el salitre, sentir el sol fuerte contra los ojos, contra la frente y los labios. No se es exactamente la misma persona después de andar por un malecón así.

Malecón de La Habana

Acá tenemos uno breve en la entrada de San Juan. Una orilla hermosísima por donde sólo pasan carros y apenas ocurren cosas. Dicen que algunos hombres aprovechan la invisibilidad del lugar para intercambiarse caricias y servicios. Es un lugar completamente subyacente, mientras el malecón cubano, como todos los malecones del mundo, es el vientre de la ciudad.  

No es que Puerto Rico no palpite. En el fondo, ese también es nuestro gran encanto: aún poder hallar una riqueza simple sepultada en el fondo de tanto cemento y espanto. Pero nunca dejaré de clamar por un malecón para San Juan. Puedo tolerar muchas cosas de la historia y el devenir de este país. Pero jamás me repondré a que nos hayamos robado la vista al mar, que es nuestro aliento. Por no entrar en la furia de lo despampanante.

Sunday, October 16, 2016

Miami Vibe

Por Mari 
Aunque viven en la playa, pocas veces les alcanza el tiempo para ver el sol picar en la perpendicularidad del medio día. La vida comienza a las cinco de la tarde, cuando ya el sol se cae de medio lado sin la misma energía de unas horas antes. Y a las siete, cuando se pone, les es imposible ver cómo desaparece pues a esa hora los meseros de South Beach enfilan decenas de botellas en un bar semi oscuro y le pasan un paño a las copas recién fregadas.
Son los únicos seres que pueden subsistir sin un automóvil en esa ciudad cimentada en semáforos y tierra movediza. Y es que no pertenecen a la ciudad en sí sino a Miami Beach, a South Beach, algunos exclusivamente a Lincoln Road u Ocean Drive.
A las cinco en punto comienza su puesta en escena. Hacen apuntes sobre las líneas de esa noche que normalmente giran alrededor de cava, syrah, specialtini, cilantro y maguro. Las fusiones culturales siempre están de moda en la playa. A los turistas del invierno les fascina pensar que visitar Miami es comerse un calamar rebosado en tamarindo y sake japonés con una polvorita de cilantro por encima. Los meseros saben la verdad de los inventos nauseabundos. Pintan de rojo fluorescente las langostas que se exhiben sobre arroces mal cocidos en las aceras de Ocean Drive sin comentar nunca los secretos de sus jefes.
A las siete, todavía hay tristeza detrás del bar. Una música lánguida, estiradísima, hace promesas y un chef mexicano coloca un enorme baño de maría con arroz blanco, ensalada y pedazos de pollo rebozado. Los muchachos y las muchachas comen, aspiran. Fuman un cigarro y planifican su futuro: el destino tras la huída victoriosa que habrán de protagonizar a eso de las tres de la mañana, seca la última copa.
A las nueve sube el telón. La comunicación es esencial para sobrevivir una noche más. Pero como todos son miembros de una misma cultura, la cultura mesera de South Beach -una especie de clase trabajadora de la riqueza por la riqueza- el entendimiento fluye. La cultura de South Beach provee para que se creen centros de comandos eficientes, democráticos y relajados, siempre y cuando se cumpla con ciertos requisitos que son los responsables de esa uniformidad final: El inglés debe ser siempre el idioma oficial. No importa si eres dominicano, gay, blanco, marrón, de campo o de ciudad. No importa si eres inmigrante, siempre y cuando no lo parezcas. No en el color de la piel –sería imposible regular el color de la piel en esta ciudad- sino en la actitud, en la apariencia, incluso en la ideología, que es liberal entre esta clase pero no arriesgada. Sólo se habla de ella si es estrictamente necesario. Las ideas deben ser “abiertas” pero consolidadas y comprometidas con ‘la gran sociedad/socialité americana’ que provee trabajo y progreso. Las excepciones ocurren, por supuesto. Si se es una versión súper exótica y rigurosamente ecléctica del inmigrante, entonces se permite una desviación de la norma. Lo exótico siempre llama la atención en la playa. Ser brasileña, por ejemplo, es muy recomendado.
Y no ser gordo. Nunca se debe ser gordo en Miami.
Los meseros de South Beach conocen las reglas, las crean. Como crean también sus destinos, madrugada tras madrugada. El destino es azul, un azul cambiante: el borde de una piscina infinita que se desborda en cuerpos y elixires y en palideces que se parecen a la felicidad de las revistas. Se es hermoso en Miami, se es delgado y luminoso y se es feliz. Como una lombriz. Ser igual abona a esa felicidad democrática.
De la cual Martín, por ejemplo, no participa. Martín es diferente. Porque Martín quería ser un gran jugador de Soccer en Buenos Aires. Eso, o un gran escritor; un gran escritor así como Borges, incluso como Alfonsina Storni con todo y lo feminizado que pueda parecer. Porque Martín habla de Alfonsina Storni porque Martín es poeta también.

No quiere parecerse a Piglia porque Martín es bien hombrecito y le gustan los escritores clásicos de la contemporaneidad. Dice que el resto es una repetición y él quiere repetir a Borges mal repetido para que alguna vez lo aclamen. No en Buenos Aires sino allí mismo en Miami. Allí mismo donde, a pesar de ser blanco -blanco y culto- su jefe judío y sus clientes inmigrantes de la riqueza del espectáculo, sus clientes inmigrantes del Real Estate y del lavado, lo tratan como si fuera negro y bruto. Porque Martín no habla inglés ni sabe de la riqueza del espectáculo. Es blanco, hasta con ascendencia europea, pero es pobre y es humilde y es ingenuo. Y no sabe de camisas ni de gafas ni de clubes aunque sepa hablar y aunque sepa de escritores y de pintores y de política desigual. Y todo esto no lo sabe él, él piensa que el lugar que le ha tocado en el mundo es el de mesero de South Beach y está muy agradecido porque el trabajo hay que agradecerlo, sobre todo el trabajo en el exilio y sin hablar inglés. Porque en Miami no importa sino el espectáculo de la riqueza uniforme y rimbombante. Porque en South Beach los escritores sólo sirven si son famosos; entonces se pasean con los inmigrantes del Real Estate en sus Bentleys. Porque en South Beach la felicidad se parece a un Bentley azul. Un Bentley azul envuelto en cinta plateada el mismo día del matrimonio.

Thursday, October 6, 2016

Danza del sol o en una caverna milenaria de Nuevo México



Por Mari

‘Mi vida es mi danza del sol’. Recordé ese libro (decir hermoso no es suficiente) de Leonard Peltier, preso político nativo-americano, mientras exploraba los paisajes de Nuevo México hace unos días. Entre desiertos, montañas y reservaciones indígenas, llegamos hasta la caldera de lo que hace más de un millón de años fue literalmente un volcán en erupción. Allí donde hubo burbujas se formaron unas cuevas que las civilizaciones pre colombinas de hace 11,000 años utilizaron como albergue. Entramos. Desde ese lugar álgido, podía observarse ese nervio sagrado de la naturaleza. Nos hicimos un selfie en el que casi no puede descifrarse el lugar donde estamos. Pero nosotros sabemos. Lo sentimos. 

Observamos maravillados los petroglifos que han sobrevivido esos miles de años. Tantos, que tuve que preguntar lo mismo varias veces (¿cuándo fue eso?) para empezar a imaginar la extensión de la medida para tanta vida.


El 10% de la población de Nuevo México es nativo-americana y el 39% hispana, mayormente de México. Da la fuerte sensación de que ambas culturas predominan en el estado. Todo parece partir y desembocar en alguna de ellas.    

Aunque Peltier es de Dakota del Norte, pensé mucho en él. Y en Oscar López Rivera. Todos los días me pregunto por qué un país tan poderoso como Estados Unidos puede ensañarse tan obsesiva, sádicamente, contra uno tan pequeño y frágil como el nuestro. Por qué ese odio casi atávico contra nuestros revolucionarios. A Filiberto lo asesinaron, lo dejaron  desangrar. Lo mismo han querido hacer con Oscar.

Creo que comprendí ciertas cosas en aquel agujero milenario. Y es que ese monstruo de país que es Estados Unidos se construyó a partir de la explotación de culturas y territorios que no les pertenecían y que, de muchas formas, por más fuerza que ejerzan -lo saben- no les van a pertenecer nunca. Se ensañan porque, aunque seamos pequeños y frágiles, somos su punto débil, pertenencias ficticias sobre cuya fidelidad siempre habrá una gran sombra de duda.

Este domingo se exige una vez más la excarcelación de Oscar en DC. Hay algo muy heroico y valeroso en ser el débil y que un país enorme y poderoso invierta tantos recursos en tratar de desangrarte.




Congo, su lucha anti extractivista y cómo no terminar en la boca de un elefante en la selva africana

Por Arturo Massol Deyá Para llegar al Congo se requiere de un espíritu de despojo verdadero, o sea, deshacerse de los miedos y de las malas...