Por Mari
Aunque viven en la playa, pocas veces les alcanza el tiempo para ver el sol picar en la perpendicularidad del medio día. La vida comienza a las cinco de la tarde, cuando ya el sol se cae de medio lado sin la misma energía de unas horas antes. Y a las siete, cuando se pone, les es imposible ver cómo desaparece pues a esa hora los meseros de South Beach enfilan decenas de botellas en un bar semi oscuro y le pasan un paño a las copas recién fregadas.
Aunque viven en la playa, pocas veces les alcanza el tiempo para ver el sol picar en la perpendicularidad del medio día. La vida comienza a las cinco de la tarde, cuando ya el sol se cae de medio lado sin la misma energía de unas horas antes. Y a las siete, cuando se pone, les es imposible ver cómo desaparece pues a esa hora los meseros de South Beach enfilan decenas de botellas en un bar semi oscuro y le pasan un paño a las copas recién fregadas.
Son los únicos seres que pueden subsistir sin un automóvil
en esa ciudad cimentada en semáforos y tierra movediza. Y es que no pertenecen
a la ciudad en sí sino a Miami Beach, a South Beach, algunos exclusivamente a
Lincoln Road u Ocean Drive.
A las cinco en punto comienza su puesta en escena. Hacen
apuntes sobre las líneas de esa noche que normalmente giran alrededor de cava,
syrah, specialtini, cilantro y maguro. Las fusiones culturales siempre están de
moda en la playa. A los turistas del invierno les fascina pensar que visitar Miami
es comerse un calamar rebosado en tamarindo y sake japonés con una polvorita de
cilantro por encima. Los meseros saben la verdad de los inventos nauseabundos.
Pintan de rojo fluorescente las langostas que se exhiben sobre arroces mal
cocidos en las aceras de Ocean Drive sin comentar nunca los secretos de sus
jefes.
A las siete, todavía hay tristeza detrás del bar. Una
música lánguida, estiradísima, hace promesas y un chef mexicano coloca un
enorme baño de maría con arroz blanco, ensalada y pedazos de pollo rebozado.
Los muchachos y las muchachas comen, aspiran. Fuman un cigarro y planifican su
futuro: el destino tras la huída victoriosa que habrán de protagonizar a eso de
las tres de la mañana, seca la última copa.
A las nueve sube el telón. La comunicación es esencial para
sobrevivir una noche más. Pero como todos son miembros de una misma cultura, la
cultura mesera de South Beach -una especie de clase trabajadora de la riqueza
por la riqueza- el entendimiento fluye. La cultura de South Beach provee para que
se creen centros de comandos eficientes, democráticos y relajados, siempre y
cuando se cumpla con ciertos requisitos que son los responsables de esa
uniformidad final: El inglés debe ser siempre el idioma oficial. No importa si
eres dominicano, gay, blanco, marrón, de campo o de ciudad. No importa si eres
inmigrante, siempre y cuando no lo parezcas. No en el color de la piel –sería
imposible regular el color de la piel en esta ciudad- sino en la actitud, en la
apariencia, incluso en la ideología, que es liberal entre esta clase pero no
arriesgada. Sólo se habla de ella si es estrictamente necesario. Las ideas
deben ser “abiertas” pero consolidadas y comprometidas con ‘la gran
sociedad/socialité americana’ que provee trabajo y progreso. Las excepciones ocurren,
por supuesto. Si se es una versión súper exótica y rigurosamente ecléctica del
inmigrante, entonces se permite una desviación de la norma. Lo exótico siempre
llama la atención en la playa. Ser brasileña, por ejemplo, es muy recomendado.
Y no ser gordo. Nunca se debe ser gordo en Miami.
Los meseros de South Beach conocen las reglas, las crean.
Como crean también sus destinos, madrugada tras madrugada. El destino es azul,
un azul cambiante: el borde de una piscina infinita que se desborda en cuerpos y
elixires y en palideces que se parecen a la felicidad de las revistas. Se es
hermoso en Miami, se es delgado y luminoso y se es feliz. Como una lombriz. Ser
igual abona a esa felicidad democrática.
De la cual Martín, por ejemplo, no participa. Martín es diferente.
Porque Martín quería ser un gran jugador de Soccer en Buenos Aires. Eso, o un
gran escritor; un gran escritor así como Borges, incluso como Alfonsina Storni
con todo y lo feminizado que pueda parecer. Porque Martín habla de Alfonsina
Storni porque Martín es poeta también.
No quiere parecerse a Piglia porque Martín es bien
hombrecito y le gustan los escritores clásicos de la contemporaneidad. Dice que
el resto es una repetición y él quiere repetir a Borges mal repetido para que
alguna vez lo aclamen. No en Buenos Aires sino allí mismo en Miami. Allí mismo
donde, a pesar de ser blanco -blanco y culto- su jefe judío y sus clientes
inmigrantes de la riqueza del espectáculo, sus clientes inmigrantes del Real
Estate y del lavado, lo tratan como si fuera negro y bruto. Porque Martín no
habla inglés ni sabe de la riqueza del espectáculo. Es blanco, hasta con
ascendencia europea, pero es pobre y es humilde y es ingenuo. Y no sabe de
camisas ni de gafas ni de clubes aunque sepa hablar y aunque sepa de escritores
y de pintores y de política desigual. Y todo esto no lo sabe él, él piensa que
el lugar que le ha tocado en el mundo es el de mesero de South Beach y está muy
agradecido porque el trabajo hay que agradecerlo, sobre todo el trabajo en el
exilio y sin hablar inglés. Porque en Miami no importa sino el espectáculo de
la riqueza uniforme y rimbombante. Porque en South Beach los escritores sólo
sirven si son famosos; entonces se pasean con los inmigrantes del Real Estate
en sus Bentleys. Porque en South Beach la felicidad se parece a un Bentley
azul. Un Bentley azul envuelto en cinta plateada el mismo día del matrimonio.
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