Por Malamañosa
Apenas se vislumbran luces desde la ventana del avión al arribar a La Habana. La electricidad no es símbolo de nada en esta ciudad. Y sin embargo, no hay más que adentrarse un poco en ella para empezar a evidenciar ese gran lugar común que gustan de compartir todas las revistas turísticas del mundo: “Aquí la vida palpita”.
Se ve en las calles encendidas, no de luces ni de automóviles, sino de gente. Gente que camina, gente que observa, gente que se besa y se toca y luego toma algo y espera una guagua o pide “botella” o juega el dominó en la cuadra o mira a los otros pasar, hacer.
Ese olor que defino como una mezcla de tabaco y salitre, te golpea desde que pones pie fuera del aeropuerto y ya no te abandona hasta que te vas.
El malecón de La Habana es una de las grandes maravillas del mundo. Supone un ritual muy sencillo pero tan revolucionario: caminar a lo largo, dejarse mojar un poco por la espuma de las olas que rompen, observar el horizonte, inhalar el salitre, sentir el sol fuerte contra los ojos, contra la frente y los labios. No se es exactamente la misma persona después de andar por un malecón así.
Malecón de La Habana |
Acá tenemos uno breve en la entrada de San Juan. Una orilla hermosísima por donde sólo pasan carros y apenas ocurren cosas. Dicen que algunos hombres aprovechan la invisibilidad del lugar para intercambiarse caricias y servicios. Es un lugar completamente subyacente, mientras el malecón cubano, como todos los malecones del mundo, es el vientre de la ciudad.
No es que Puerto Rico no palpite. En el fondo, ese también es nuestro gran encanto: aún poder hallar una riqueza simple sepultada en el fondo de tanto cemento y espanto. Pero nunca dejaré de clamar por un malecón para San Juan. Puedo tolerar muchas cosas de la historia y el devenir de este país. Pero jamás me repondré a que nos hayamos robado la vista al mar, que es nuestro aliento. Por no entrar en la furia de lo despampanante.
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