Por Mari
‘Mi vida es mi danza del sol’. Recordé ese libro (decir hermoso no es suficiente) de Leonard Peltier, preso político nativo-americano, mientras exploraba los paisajes de Nuevo México hace unos días. Entre desiertos, montañas y reservaciones indígenas, llegamos hasta la caldera de lo que hace más de un millón de años fue literalmente un volcán en erupción. Allí donde hubo burbujas se formaron unas cuevas que las civilizaciones pre colombinas de hace 11,000 años utilizaron como albergue. Entramos. Desde ese lugar álgido, podía observarse ese nervio sagrado de la naturaleza. Nos hicimos un selfie en el que casi no puede descifrarse el lugar donde estamos. Pero nosotros sabemos. Lo sentimos.
El 10% de la población de Nuevo México es nativo-americana y el 39%
hispana, mayormente de México. Da la fuerte sensación de que ambas culturas predominan
en el estado. Todo parece partir y desembocar en alguna de ellas.
Aunque Peltier es de Dakota del Norte, pensé mucho en él. Y en Oscar López
Rivera. Todos los días me pregunto por qué un país tan poderoso como Estados
Unidos puede ensañarse tan obsesiva, sádicamente, contra uno tan pequeño y frágil
como el nuestro. Por qué ese odio casi atávico contra nuestros revolucionarios.
A Filiberto lo asesinaron, lo dejaron desangrar. Lo mismo han querido hacer con
Oscar.
Creo que comprendí ciertas cosas en aquel agujero milenario. Y es que ese
monstruo de país que es Estados Unidos se construyó a partir de la explotación de
culturas y territorios que no les pertenecían y que, de muchas formas, por más
fuerza que ejerzan -lo saben- no les van a pertenecer nunca. Se ensañan porque,
aunque seamos pequeños y frágiles, somos su punto débil, pertenencias ficticias
sobre cuya fidelidad siempre habrá una gran sombra de duda.
Este domingo se exige una vez más la excarcelación de Oscar en DC. Hay algo
muy heroico y valeroso en ser el débil y que un país enorme y poderoso invierta
tantos recursos en tratar de desangrarte.
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