Friday, December 30, 2016

Altiplano boliviano: en lo extremo su hermosura

Flamenco en laguna próxima a Salar de Uyuni, Bolivia


Por Mochilero 
  
Es imposible andar por Bolivia sin pensar en la explotación de los pueblos originarios, las dictaduras y la revolución social. Su paisaje está lleno de diversidad étnica con comunidades prominentes de aymaras, quechuas, urus y chipayas, entre muchos rostros no del todo evidentes para el visitante.

Por muchas razones, es un reto para el extranjero andar estas tierras. Uno de los determinantes ambientales es su elevada altura que excede a la menor provocación los 4,000 metros (12,000 pies) sobre el nivel del mar. Con soroche, repensar el valor medicinal de la hoja de coca es muy fácil. Pero lo alucinante se apodera inmediatamente con simplemente abrir los ojos y dejarse maravillar. Por ejemplo, cruzar el Estrecho de Tiquina para llegar a pueblos del Lago Titicaca es casi un viaje al pasado de nuestro antiguo ancón del Río Grande de Loíza. No había puente ni carretera, era a través del agua. La conexión se lograba con un cruce en una plataforma flotante de madera. En Tiquina cientos de personas en vehículos, autobuses y camiones lo hacen igual, casi simultáneamente en múltiples plataformas con motor a lo largo de 780 metros, creando la ilusión de un amplio desorden que funciona.

Pero este pueblo está anclado a una historia natural muy predominante. Poder visitar el pasado a través de una exuberante topografía, caminar como si se estuviera en otro Planeta, mirarse en el espejo de la Tierra primitiva antes del origen de la vida misma y caminar hasta el presente es una oportunidad especial de reflexión en tiempos de cambio climático.

Mientras hace 150 a 55 millones de años atrás en nuestra región chocaba la placa del Caribe con la de Norteamérica para dar origen a la Isla de Borikén, debajo de la placa suramericana, la de Nazca hacía lo propio. Fuertes movimientos sísmicos formarían altos picos de hasta casi 7,000 metros de altura sobre el nivel del mar, formando largas cadenas de montañas con extensos valles entre sí: el altiplano. Hoy, la Cordillera de los Andes se extiende desde Argentina y Chile por Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia y parte de Venezuela a lo largo de 7,240 kilómetros de distancia. Sin duda, la cordillera más extensa del Planeta.

El altiplano tiene diferentes matices pero en la remota región del Departamento de Potosí encontramos el lugar donde la vida se lleva a sus límites. En el proceso geológico de su formación, grandes extensiones de mar quedaron aisladas y la radiación solar se encargó de evaporar el agua y concentrar sus sales. ¿El saldo? Múltiples salares incluyendo el Salar de Uyuni a 3,650 metros sobre el nivel del mar, con una superficie de 10,582 kilómetros cuadrados. Es decir, allí cabe Puerto Rico y sobra espacio para acomodar algunas antillas menores. Su plana topografía blanca alberga la reserva de litio más grande del Planeta. Desde la superficie hasta 120 metros de profundidad se pueden identificar múltiples capas de sal de uno a 10 metros cada una, cobijando una reserva de 10,000 millones de toneladas de sal.
 
Laguna de colores y flamencos, Reserva de Fauna Andina, Bolivia.

Saturación de sal es un ambiente extremo. Para los seres vivos mantener el 70% de agua necesario en su interior celular se requiere de adaptaciones muy específicas. ¿Ausencia de biodiversidad? No. Organismos halofílicos (amantes de la sal) pueden lograrlo y eso incluye a pocos crustáceos como Artemia salina, algunas algas como Dunaliella salina y diversos microorganismos extremófilos como Halobacterium salinarum. Acá en Puerto Rico, en los salitrales de Cabo Rojo, podemos apreciar algunos de estos grupos que ayudan a la biología a definir los límites donde la vida es viable.

En esta vuelta cruzaríamos caminos con María Antonieta, Vladimir y su familia. Él, dos de sus hijos y su nuera son todos ingenieros civiles residentes de La Paz. “La pequeña nos salió artista de música de folklor”, añadió con orgullo antes de brindar por el fin del año. Vladimir y María Antonieta –esposos– se acompañan en un viaje de vida. Ella lo conoció en el 1981, mientras participaba en una organización cristiana. “Ver, juzgar y actuar” eran actos de resistencia y clandestinaje en tiempos de la dictadura. “Participábamos de movimientos de defensa y reflexión pues la Universidad estaba cerrada”, contó María Antonieta.

Ahora se juntaban dos boricuas y cuatro bolivianos por el altiplano. Ya no se era forastero, ahora érase uno más de la casa como debe ser en un mundo sin fronteras.

El recorrido de 876 kilómetros por caminos rústicos destapados (Mayagüez y Fajardo están separados por 161 kilómetros de distancia), nos llevaría del Salar de Uyuni a otros salares, por montañas cuyos picos todos tienen identidad propia con mezclas de colores únicos.  Sin árboles adaptados a ese entorno, domina el paisaje botánico parchos de paja brava amarilla que no alcanzan ni medio metro de altura,  como si fueran mechones de cabello implantado. En ocasiones, grupos de vicuñas –un mamífero indomesticable de la familia de los camellos– se insertan en el desolado paisaje como si fueran artificialmente colocados por un pintor al óleo. Menos común fue avistar el zorro andino o el ñandú, que es un tipo de avestruz pequeño que no vuela pero puede correr hasta 80 kilómetros por hora.

Así, lo biológico en el amplio espacio está a la merced de un ambiente extremo. Posiblemente en el Bosque La Olimpia en Adjuntas usted encuentre más biodiversidad que en todo el Departamento del Potosí combinado. Sin embargo, esa diversidad, como toda, es especial. Además de los mamíferos, en muchas lagunas saladas de todos los colores abundan cientos de floridos flamencos de tres especies que se alimentan de algas como Dunaliella  y crustáceos como Artemia. Los fotopigmentos de su alimento dotan al ave de su pigmentación rosada. En estos oasis, otras aves también hacen vida. Cuando estos mosaicos vivos se insertan en la topografía, el paisaje cobra otro significado. Provoca suspiros, “gracias a la vida”, cierta incapacidad para controlar esas pequeñas sonrisas que llevan lágrimas internas por conocer lo afortunados que somos. La vida conoce de límites, tiene fronteras estrechas y frágiles.

Entre zonas desérticas, volcanes viejos y activos cobran mayor importancia en marcar la superficie distintiva actual. Los rastros históricos de pasadas erupciones son evidentes en la dispersión de piedras volcánicas. Cada espacio, incluyendo las fumarolas y el géiser, es su propia obra de arte. Uno puede preguntarse: ¿Estamos en Martes? ¿Estamos atrás en el tiempo 4,500 millones de años cuando la Tierra se formó?


En ese entonces no había nadie, y en la ‘sopa de la vida’ donde se fermentó la primera forma celular, un microorganismo termófilo (amante de las altas temperaturas) llegó para quedarse. Esa es la verdadera forma ancestral común de la cual otras formas de vida evolucionarían después. Y es que la vida es un desafío a la entropía, la ley del desorden. Las formas de vida cambiaron el rumbo de nuestro Planeta alternando el hábitat con sus acciones para hacerlo más habitable para otros. Por ejemplo, más tarde evolucionaría la maravilla de la fotosíntesis en las formas ancestrales de las cianobacterias. Esta nueva función biológica comenzó a producir oxígeno para todos. Así se redujo el nivel de CO2 atmosférico, se generó una capa de ozono que reduce estrés por radiación solar y se generaron alimentos y recursos. Las huellas del origen de la vida en una Tierra primitiva son visibles hoy en las fumarolas adyacentes al Volcán del Sol de Mañana en la Reserva de Fauna Andina Eduardo Avaroa en Bolivia y sirven de recordatorio de un pasado que nos advierte a cuidar lo que tenemos. ¿Nuestras acciones hoy hacen la Tierra más habitable? Una ética y cultura planetaria es posible cuando entendemos mejor nuestro verdadero pasado. 

“¿Ves esa vía del tren?”, señaló Vladimir. “Va a Chile, por ahí sacan nuestros minerales”. Y qué traen cuando regresan, pregunté. “Nada, es solo para sacar el plomo y otros metales de la gran mina de San Cristóbal”.

Sin acceso geopolítico directo al mar, esta República es sin duda una de las más bendecidas con recursos naturales incluyendo abundante gas natural, plata, estaño, plomo, bórax, manganeso, aluminio, azufre, cobre, hierro, zinc, oro y hasta uranio. Son muchos los tipos de complejos químicos que dominan su entorno montañoso pintado de colores metálicos. La mayoría pasan como ‘no declarados’ o clandestinos al momento de las compañías multinacionales ‘reportar’ su extracción para ejecutar un pago reducido de regalías al País. Solo en la zona del Potosí pueden extraerse hasta 40,000 toneladas de estaño al día mientras la Mina de San Cristóbal se considera como la segunda más grande a nivel mundial. Entonces, ¿cómo vive un pueblo bendecido con semejante riqueza natural sumergido en tal nivel de pobreza material? Producen la materia prima pero se la llevan. No están del todo nacionalizadas, no procesan el metal y por lo tanto no gozan del valor añadido de los productos derivados. Eso se lo agencia Japón, Canadá u otro.

“¿Sabes por qué es viable un Evo hoy?”, continuó el ingeniero civil. “Aunque parezca raro, la participación popular se promovió durante el neoliberalismo de los 80’s cuando se implantaron los presupuestos participativos a nivel municipal. Allí la gente empezó a tomar control de su destino para el bien el País. Desde entonces, la gente de cada municipio decide en qué gasta su dinero. Raro que nacionalizar el gas domine el discurso político pero no digan nada de la Mina de San Cristóbal”.


Falta mucho camino en Bolivia. Son muchas sus posibilidades basadas en grandes riquezas culturales y naturales. La ética de la Pachamama –la Madre Tierra– donde el ser humano es uno más dentro de un paisaje mosaico, está inscrita en cada roca. Ese entendimiento es el eje central de una ética planetaria donde todas las formas de vida contamos, donde todos estamos vinculados y, por lo tanto, el respeto a la biodiversidad y sus espacios de vida es tan natural como respirar. La vida en el altiplano es extrema pero vida preciosa es.

Thursday, October 20, 2016

Despampanante



Por Malamañosa

Apenas se vislumbran luces desde la ventana del avión al arribar a La Habana. La electricidad no es símbolo de nada en esta ciudad. Y sin embargo, no hay más que adentrarse un poco en ella para empezar a evidenciar ese gran lugar común que gustan de compartir todas las revistas turísticas del mundo: “Aquí la vida palpita”.

Se ve en las calles encendidas, no de luces ni de automóviles, sino de gente. Gente que camina, gente que observa, gente que se besa y se toca y luego toma algo y espera una guagua o pide “botella” o juega el dominó en la cuadra o mira a los otros pasar, hacer.

Ese olor que defino como una mezcla de tabaco y salitre, te golpea desde que pones pie fuera del aeropuerto y ya no te abandona hasta que te vas. 

El malecón de La Habana es una de las grandes maravillas del mundo. Supone un ritual muy sencillo pero tan revolucionario: caminar a lo largo, dejarse mojar un poco por la espuma de las olas que rompen, observar el horizonte, inhalar el salitre, sentir el sol fuerte contra los ojos, contra la frente y los labios. No se es exactamente la misma persona después de andar por un malecón así.

Malecón de La Habana

Acá tenemos uno breve en la entrada de San Juan. Una orilla hermosísima por donde sólo pasan carros y apenas ocurren cosas. Dicen que algunos hombres aprovechan la invisibilidad del lugar para intercambiarse caricias y servicios. Es un lugar completamente subyacente, mientras el malecón cubano, como todos los malecones del mundo, es el vientre de la ciudad.  

No es que Puerto Rico no palpite. En el fondo, ese también es nuestro gran encanto: aún poder hallar una riqueza simple sepultada en el fondo de tanto cemento y espanto. Pero nunca dejaré de clamar por un malecón para San Juan. Puedo tolerar muchas cosas de la historia y el devenir de este país. Pero jamás me repondré a que nos hayamos robado la vista al mar, que es nuestro aliento. Por no entrar en la furia de lo despampanante.

Sunday, October 16, 2016

Miami Vibe

Por Mari 
Aunque viven en la playa, pocas veces les alcanza el tiempo para ver el sol picar en la perpendicularidad del medio día. La vida comienza a las cinco de la tarde, cuando ya el sol se cae de medio lado sin la misma energía de unas horas antes. Y a las siete, cuando se pone, les es imposible ver cómo desaparece pues a esa hora los meseros de South Beach enfilan decenas de botellas en un bar semi oscuro y le pasan un paño a las copas recién fregadas.
Son los únicos seres que pueden subsistir sin un automóvil en esa ciudad cimentada en semáforos y tierra movediza. Y es que no pertenecen a la ciudad en sí sino a Miami Beach, a South Beach, algunos exclusivamente a Lincoln Road u Ocean Drive.
A las cinco en punto comienza su puesta en escena. Hacen apuntes sobre las líneas de esa noche que normalmente giran alrededor de cava, syrah, specialtini, cilantro y maguro. Las fusiones culturales siempre están de moda en la playa. A los turistas del invierno les fascina pensar que visitar Miami es comerse un calamar rebosado en tamarindo y sake japonés con una polvorita de cilantro por encima. Los meseros saben la verdad de los inventos nauseabundos. Pintan de rojo fluorescente las langostas que se exhiben sobre arroces mal cocidos en las aceras de Ocean Drive sin comentar nunca los secretos de sus jefes.
A las siete, todavía hay tristeza detrás del bar. Una música lánguida, estiradísima, hace promesas y un chef mexicano coloca un enorme baño de maría con arroz blanco, ensalada y pedazos de pollo rebozado. Los muchachos y las muchachas comen, aspiran. Fuman un cigarro y planifican su futuro: el destino tras la huída victoriosa que habrán de protagonizar a eso de las tres de la mañana, seca la última copa.
A las nueve sube el telón. La comunicación es esencial para sobrevivir una noche más. Pero como todos son miembros de una misma cultura, la cultura mesera de South Beach -una especie de clase trabajadora de la riqueza por la riqueza- el entendimiento fluye. La cultura de South Beach provee para que se creen centros de comandos eficientes, democráticos y relajados, siempre y cuando se cumpla con ciertos requisitos que son los responsables de esa uniformidad final: El inglés debe ser siempre el idioma oficial. No importa si eres dominicano, gay, blanco, marrón, de campo o de ciudad. No importa si eres inmigrante, siempre y cuando no lo parezcas. No en el color de la piel –sería imposible regular el color de la piel en esta ciudad- sino en la actitud, en la apariencia, incluso en la ideología, que es liberal entre esta clase pero no arriesgada. Sólo se habla de ella si es estrictamente necesario. Las ideas deben ser “abiertas” pero consolidadas y comprometidas con ‘la gran sociedad/socialité americana’ que provee trabajo y progreso. Las excepciones ocurren, por supuesto. Si se es una versión súper exótica y rigurosamente ecléctica del inmigrante, entonces se permite una desviación de la norma. Lo exótico siempre llama la atención en la playa. Ser brasileña, por ejemplo, es muy recomendado.
Y no ser gordo. Nunca se debe ser gordo en Miami.
Los meseros de South Beach conocen las reglas, las crean. Como crean también sus destinos, madrugada tras madrugada. El destino es azul, un azul cambiante: el borde de una piscina infinita que se desborda en cuerpos y elixires y en palideces que se parecen a la felicidad de las revistas. Se es hermoso en Miami, se es delgado y luminoso y se es feliz. Como una lombriz. Ser igual abona a esa felicidad democrática.
De la cual Martín, por ejemplo, no participa. Martín es diferente. Porque Martín quería ser un gran jugador de Soccer en Buenos Aires. Eso, o un gran escritor; un gran escritor así como Borges, incluso como Alfonsina Storni con todo y lo feminizado que pueda parecer. Porque Martín habla de Alfonsina Storni porque Martín es poeta también.

No quiere parecerse a Piglia porque Martín es bien hombrecito y le gustan los escritores clásicos de la contemporaneidad. Dice que el resto es una repetición y él quiere repetir a Borges mal repetido para que alguna vez lo aclamen. No en Buenos Aires sino allí mismo en Miami. Allí mismo donde, a pesar de ser blanco -blanco y culto- su jefe judío y sus clientes inmigrantes de la riqueza del espectáculo, sus clientes inmigrantes del Real Estate y del lavado, lo tratan como si fuera negro y bruto. Porque Martín no habla inglés ni sabe de la riqueza del espectáculo. Es blanco, hasta con ascendencia europea, pero es pobre y es humilde y es ingenuo. Y no sabe de camisas ni de gafas ni de clubes aunque sepa hablar y aunque sepa de escritores y de pintores y de política desigual. Y todo esto no lo sabe él, él piensa que el lugar que le ha tocado en el mundo es el de mesero de South Beach y está muy agradecido porque el trabajo hay que agradecerlo, sobre todo el trabajo en el exilio y sin hablar inglés. Porque en Miami no importa sino el espectáculo de la riqueza uniforme y rimbombante. Porque en South Beach los escritores sólo sirven si son famosos; entonces se pasean con los inmigrantes del Real Estate en sus Bentleys. Porque en South Beach la felicidad se parece a un Bentley azul. Un Bentley azul envuelto en cinta plateada el mismo día del matrimonio.

Congo, su lucha anti extractivista y cómo no terminar en la boca de un elefante en la selva africana

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